lunes, 26 de marzo de 2012

"Pragmatismos y relativismos" - El mundo a través de sus ojos


Hace no demasiado tiempo, el suficiente para ser capaz de recordarlo, conocí a un hombre, alguien que me hizo comprender que el mundo desde otros ojos no tiene por qué ser falso, que tampoco es otro mundo verdadero, que no es otro. Que es el mismo, pero a través de sus ojos. Yo era muy pequeña para comprender que en el verde de su mirada había un alma reflejada, era incapaz de ver que no solo lo que decían papá y mamá era lo real, que había quien sabía otras cosas, que había ojos, como los míos, contemplando la maravilla de la creación, que querían ser escuchados, que querían contárselo al mundo.

Es verdad que la palabra “pragmatismo” es fea y que “pragmaticismo” lo es aún más. Suena como si alguien con la boca llena tratara de decir algo coherente. Creía que no sacaría nada en claro del ensayo que hemos leído, que lo analizaría, que lo estructuraría en unos cuantos párrafos y luego escribiría una conclusión breve y sin fondo. Pero no ha sido así, me he acordado de él, de sus ojos y de cómo se veía el mundo a través de ellos.  Era poeta, decía que no podía dejar de escribir. Versos y versos plasmados sobre papeles sucios y arrugados. Algunos  de sus poemas parecían absurdos, me hacían reír. Hablaba de tortugas marinas, de que tenían la piel estirada por la sal del agua del mar, de que tenían miedo, de que huían, que buscaban la luz. Y yo me preguntaba qué se le habría pasado por la cabeza a ese pobre hombre para escribir tales estupideces, pero lo cierto es que no podía dejar de leer, no podía y no sabía por qué. 

Y no podía porque lo que contaba era verdadero. Porque detrás de esos renglones que hablaban de galápagos fugitivos se encerraba una verdad, que no era un añadido a la que yo ya conocía, que era la misma, que era la Verdad que me hablaba a través de sus ojos verdes. Comprendí que yo también podía tomar parte de esa importante labor que se me presentaba, descubrí que somos nosotros quienes damos color a la Verdad. Entonces fue cuando desempolvé el ordenador viejo que había en casa y empecé a escribir. Me sorprendí plasmando verdad con menos de quince años, una verdad que si bien necesitaba ser pulida, era tan válida como la que se observa en las obras de los grandes literatos. Y que no era mi verdad, que era una cuestión de miradas, de miradas distintas de una única verdad, de la Verdad. Que era un diálogo eterno entre las personas, que siempre había estado allí, que lo estuvo desde que el primer hombre abrió los ojos y miró el espectáculo que ofrece la vista, desde que alguien comprendió que escuchar puede ser muchas veces mejor que hablar. Comprendí entonces que tan solo era el comienzo de un enriquecimiento inagotable, que me había topado con la Verdad. Y ahora al leer el ensayo del profesor, que me habla de un pragmatismo cooperativo, me vuelvo a topar con ella, y de pronto el pragmatismo no parece tan desagradable.

 La Verdad está esperando a ser conocida, no por alguien afortunado que sea capaz de abarcarla, está esperando a ser conocida por la humanidad. Y tiene razón Pedro Salinas en que “todo lo sabemos entre todos”, porque nosotros que naturalmente buscamos y amamos la Verdad somos distintos, tenemos distintas miras. Es tan verdadero el espectáculo de las tonalidades verdes de los árboles observados desde el cielo, que el espectáculo de zapatos con prisa que se observan desde los ojos de un mendigo tendido en el suelo. Y la Verdad, aunque hay una, se presenta de distintas formas, ilumina con distintos filtros, filtros que son nuestras miradas, porque no somos todos iguales. Porque el poeta en el galápago ve más que yo, que no lo soy. Porque en el agua el marinero ve reflejada una verdad tan profunda y verdadera como la que ve el químico analizando su estructura a través de un microscopio. Y el filósofo vio siempre el mismo sol que hoy nos ilumina, solo que se preguntó el porqué, pero no dijo algo distinto, no creó una nueva verdad, se limitó a observarla y se enamoró de ella, y buscándola trató de saber amarla. Desde el primer momento en el que el hombre se planteó algún porqué, desde aquel instante en que quiso plasmar lo que veía, en el que sintió que el corazón se le aceleraba ante la contemplación de una gran verdad, desde entonces hay filósofos. Y mientras el hombre sigua buscando y amando a la verdad, ya sea en obras de arte, escritos, acciones o palabras, seguirá habiendo filósofos y la Verdad seguirá haciéndose eco.

Sofía

martes, 20 de marzo de 2012

Papá

Y por eso, porque amo la verdad, también le amo a él. Porque probablemente es el hombre más verdadero que conozco, porque en sus ojos se lee lo que hay detrás de ellos. Feliz día, papá.

Sofía

jueves, 15 de marzo de 2012

Lo que quería Rosseau



Lo que quería Rousseau. No estoy muy segura de lo que quería decir con eso, no lo sé. Pero estoy sentada, con las sandalias rotas del año pasado, el sol parece que no deja de mirarme y los pájaros cantan la melodía de una canción de Sabina que estoy escuchando, y es como si olvidara por qué estoy aquí, qué me hizo llegar. Como si solo fuera yo, el aire y yo. 

Sofía

miércoles, 7 de marzo de 2012

Mi querido Van Gogh


Amsterdam, 9 de enero de 1878

"Es verdad que es preferible tener el espíritu ardiente, aunque se deban cometer más faltas, que ser mezquino y demasiado prudente. Es bueno amar tanto como se pueda, porque ahí radica la verdadera fuerza, y el que mucho ama realiza grandes cosas, y se siente capaz, y lo que se hace por amor está bien hecho. Cuando quedamos impresionados por uno u otro libro, por ejemplo, tomando al azar La golondrina, La alondra, El ruiseñor, Las aspiraciones de otoño, Veo desde aquí una señora, Amaba esta pequeña ciudad singular, de Michelet, es porque estos libros han sido escritos con el corazón, en la simplicidad y la pobreza del espíritu. Si se tuvieran que pronunciar algunas palabras pero con un sentido, sería mejor que pronunciar muchas que no serían más que sonidos huecos y no costaría nada pronunciarlas por la escasa utilidad que tendrían. Si se continúa amando sinceramente lo que es en verdad digno de amor y no se derrocha el amor en cosas insignificantes y nulas e insípidas, se logrará poco a poco más luz y se llegará a ser más fuerte".


Vincent Van Gogh

jueves, 1 de marzo de 2012

Artista




No hace falta pintar un paisaje, escribir una canción o esculpir algo capaz de amenazar a la verdad. Basta con ser, con estar. Basta con dejar tu huella en la obra más hermosa del más grande de los artistas. Basta con dejar tu firma en la humanidad. Él no fue capaz de entenderlo, no hasta que llegó Rocío.

Hemingway dijo que cuando no podía escribir, escribía una frase verdadera. Y eso hacía él, pero con sus cuadros. Era un enamorado de la verdad, como todo buen artista. Y trataba de sentirse correspondido por ella. Y tomaba sus colores y su luz para darle algo que si bien no pretendía eclipsarle, le ofrecía un espejo en el que contemplar su hermosura, y amarse. Porque la verdad siempre ama a la verdad, y no hay amor más puro. Tal vez solo buscaba su reflejo, quizá para atesorarlo, porque ansiaba con todo su corazón tenerla. Pero jamás la consiguió, porque la verdad no pertenece a nadie. Estaba solo, siempre lo había estado.

En el dobladillo de sus pantalones, en los extremos de su bigote, en el contraste del gris de su mirada con el azabache de la pupila, incluso en su risa que hacía tanto no escuchaba, en él: arte.  Huyó del ruido porque quería estar solo, porque quería pintar. Conocía la belleza de la mujer, había trepado por espaldas morenas y de palidez asiática, había besado labios carmín y manos de porcelana. Pero no tenía musa, no la necesitaba. 


Sofía

La verdad de las palabras



Es verdad que el artista se enamora de lo que la naturaleza le ofrece para mostrar quién es y qué quiere contarnos. El pintor; de la luz, el cocinero; de las especias, de los aromas, el bailarín; de la música, y el escritor, el escritor se enamora de las palabras. En cierto sentido todos somos artistas, artistas que participan de la gran obra y artistas que, con suerte, tendrán la oportunidad de dejar su firma antes de partir, la firma que como la de Van Eyck en la obra “El matrimonio Arnolfini” diga: “Yo estuve aquí”.

Leyendo “Vaguedad” de Russell advierto que quería decirnos algo, tenía algo en mente que quería que supiéramos, que entendiéramos, y tomó unas cuantas palabras y las dispuso perfectamente sobre el papel, para que yo hoy pueda leerlas y tratar de comentar qué me sucede a mí al abstraer lo que ahí hay plasmado, que pueda comprender qué quería decir cuando hablaba de la vaguedad del lenguaje, cuando explicaba el problema de la falta de precisión y cuando decía que quizá la lógica solucionaría parte del problema, pero no todo.

Cuando empiezo a escribir comienzo dándole vueltas al asunto que quiero abordar, vagamente. Leo lo que he dicho y lo hago entonando de diferentes maneras para verlo desde diversos puntos de vista; borro, tacho, releo, anoto y finalmente concluyo y observo el conjunto -como quien admira un cuadro impresionista- y me sonrío. Imagino que cuando Miguel Ángel liberaba las hermosas figuras de piedra, a las que él daba vida, hacía lo mismo que yo: pulía y terminaba. Y así lo hará el pintor, y también el cocinero cuando añade una pizca de sal. Queremos precisar qué queremos mostrar, lo necesitamos, y sucede así porque en algún lugar de nuestro interior está exactamente eso que sentimos delimitado de cabo a rabo, sin rastro de vaguedad, y ansiamos contarlo, nos parece casi una obligación, pero el lenguaje no siempre es la mejor opción. Russell tomó la lógica, yo, las palabras, y cuando no lo consigo, los silencios.

No somos solo animales racionales, somos animales simbólicos. Esa definición encierra mucho más que la belleza de lo que hace que nos conformemos como personas. En nuestro interior sucede algo más que una serie de reacciones químicas, algo más que relaciones neuronales, y sucede algo que como tal lo hemos situado en un lugar, un lugar al que hemos dado el nombre de alma. Y es ahí exactamente, cuando reflexionamos sobre nuestro yo, cuando nadie está mirándonos, es en ese preciso momento cuando estamos siendo nosotros mismos. Pero no podemos quedarnos ahí, uno no puede simplemente observarse a sí mismo, curiosearse. No puede, ni quiere. Queremos contárselo a los demás. Necesitamos decirles quiénes somos, por qué estamos aquí, por qué sufrimos, a qué tememos y qué estamos buscando. No me gusta la lógica proposicional. Entiendo su utilidad, comprendo la ocurrencia de su invención, pero no me gusta. Y por eso trato de decir qué me está pasando sirviéndome de las palabras, y cuando estoy contenta bailo y cuando estoy nostálgica invento una canción, y la canto. Y no es verdad que no podamos expresar lo que pretendemos, no es verdad, porque somos capaces de precisarlo de otro modo, ni con la lógica proposicional, ni con sistemas reduccionistas que hacen que se pierda el jugo de lo que tratamos de contar, somos capaces con nuestras manos, con nuestra voz, con nuestra mirada, con nuestra risa.  

El problema acontece cuando parece que hemos agotado los medios, cuando la melodía culmina, cuando cesan los colores y cuando las palabras se callan. La realidad no es vaga, como dice Russel, la realidad, el ser, está ahí esperando ser conocido, la cuestión radica en lo limitado de nuestro conocimiento. Entre la verdad y nosotros hay una especie de familiaridad ontológica que hace que queramos buscarla, encontrarla y amarla. El hecho, además, es que sobre las realidades abstractas tenemos más palabras que decir, nos resulta más fácil hablar de ellas, mientras que sobre lo concreto caemos más a menudo en el error, y aquí es exactamente cuando vislumbramos lo que quiere decir Russel cuando habla de “vaguedad”. Podemos tratar de “hablar” de Belleza pintando un hermoso paisaje, de lo Uno trazando un punto, golpeando un tambor con un golpe corto y seco, podemos “hablar” de Bondad componiendo una melodía, “hablar” de Dios empleando la analogía, pero no podemos agotar aquello que estamos tratando, el Ser es inagotable.

Y es ahí precisamente donde radica la grandeza del ser humano, esa grandeza reside en que, habiendo admirado el Ser, se descubre como participante de Él. Se sorprende pequeño y dependiente. Advierte el papel que toma en la mayor de las obras, comprende su naturaleza y se descubre a sí mismo.

Sofía




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