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jueves, 15 de noviembre de 2012

De la muerte no hay que hablar

El 31 de octubre salí de casa a las 8.30 de la mañana con los pies fríos. Salí a la avenida principal, los albañiles estaban en su sitio, con esos abrigos tan grandes y gritando humo entre ellos. No había niños, todavía no. Alguna bicicleta vieja que paseaba más que corría. Y entonces al levantar la vista me crucé con un desordenado y gracioso grupo de personas con ramos de flores. Cualquiera diría que hoy es San Valentín, pensaba yo. No estaba dormida, pero tampoco había conseguido despertar. Margaritas, tulipanes, lirios y rosas, sobre todo rosas. Nadie iba vestido de negro, al menos no a propósito, no estaban de luto, estaban de fiesta. 

Regalamos flores que sabemos que van a morir en siete días cortos. Regalamos flores a los que ya se han ido, ellos no están esperando para recibirlas, no las pondrán en un jarrón de cristal junto a la ventana para que entre el Sol. No cortarán sus tallos, ni hablarán con ellas para proporcionarles algo más de tiempo. No, ellos no. Ellos estarán haciéndoles compañía, a ellas, a las flores y a ti. Al que llore junto a ellas o al que simplemente pase por ese lugar frío de lápidas y devoción para consolarle en el silencio eterno. Estarán y pase lo que pase no se marcharán.

La mayor parte de las cosas que hacemos a lo largo de nuestra vida no tienen valor, al menos no un valor palpable, reconocible. Las flores no tienen valor, tienen el amor que pongas en ellas. La vida es corta y llega un momento en el que has oído tantas veces esa frase que terminas por asimilarlo sin más, tanto que te olvidas de lo que verdaderamente quiere decir. Es corta de verdad, ¿cuántos años tienes?, ¿y no era ayer cuando empezabas a aprender? El tiempo no fluye, el tiempo no está, ni es, el tiempo ya se ha ido y no te ha esperado. A medida que vas creciendo los esquemas que formaste con esmero a lo largo de los años se desmoronan, a medida que los años pesan sobre ti la vida pierde sentido, a medida que el tiempo se aleja la vida es más dura. Y aquellos que te quisieron, ya no te quieren, y los que prometieron quedarse, jamás estuvieron aquí. Y te limitas a sonreír, a seguir caminando y a coser lágrimas que reservarás para momentos más complicados. Eso funciona, sí, pero solo durante los primeros diez años. 

Cada día muere gente que jamás dejó de sonreír. Gente que tuvo problemas de sol a sol, que le faltó ayuda, compañía y muchas veces consuelo. De lo que estoy segura es que esas personas no dejaron de sonreír no porque hubieran olvidado los problemas, ni la crudeza de la vida, de la realidad, del tiempo, del sufrimiento. Estoy segura de que sonreían porque consiguieron no olvidar lo importante, porque fueron más fuertes que el tiempo y supieron decirle sí a la vida, con todo lo que ella conlleva. 

Nos hacen creer que la vida es fácil y maravillosa, y que la muerte... y que de la muerte no hay que hablar. Lo que es duro es la vida, lo que cuesta es vivir sin renunciar, es vivir sufriendo para morir con serenidad, amando y con una sonrisa sincera.


Sofía 

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