“El amor está
en todas partes.” Así empieza una de mis películas preferidas, una de las que
me hacen llorar a moco tendido cuando ya creo haberlo perdido todo. “El amor
está en todas partes”, y aparece una entrañable imagen en la pantalla. Un
aeropuerto, cientos de reencuentros acompañados de frases dramáticas y
descaradamente manipuladoras. Y de pronto la atmósfera te envuelve, y ahí
estás, frente a la televisión con un tremendo nudo en la garganta que te hará
llorar por personajes que ni siquiera existen.
De verdad que
no miento cuando digo que amo a todo el mundo. No trato de tirarme flores. Amo
los andares de algunos hombres, esa forma que tienen de levantar la ceja las
mujeres atrevidas y sin pelos en la lengua, las risas, el sufrimiento que
comporta la vida, amo a las personas por lo que son, por lo que son capaces de
ser y no por lo que tienen. Pero, ¿para qué engañarnos? También me sorprendo
indefensa ante la falta de un amor de los que hablan todo el rato mis películas
favoritas de lágrima fácil. Y como si en una psicoanalista me hubiera
convertido, me descubro realizando la mayor introspección que he hecho jamás,
un viaje hacia mi intensa memoria y mi corta historia, y entonces me reprocho:
Sofía, ¿por qué no puedes amar? (en el segundo sentido del que estamos
hablando, claro) y ahí está él, de pronto, frente a mí, con esa sonrisa absurda
y esas odiosas gafas. Y “et voilà”, parece que me habla y que
me dice: “Destrozar a una mujer una vez es solo el primer paso para que ella se
convierta, en adelante, en una mujer destructora”.
Sofía
Sofía
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